Un milagro de Navidad
Un milagro de Navidad
El día de Navidad de 1241, Bela no me acuerdo si l, ll ó lll, lo que no cambia para nada los hechos, Rey de Hungría; territorio bien al este de la cristiandad y evangelizado a medias, unido a varias tribus del Danubio, se apresta a enfrentar al ejército Mogol que viene como una avalancha imparable haciendo picadillo cuanto reino se le pone delante desde hace más de una generación.
En los libros se narra como el buen Bela, metido en su armadura, regalo de algún emperador alemán llegado por medio de obispos que han traído el pedido del Papa y del Emperador de que él tenga el honor de frenar la Horda de Oro e impedir que ésta llegue a Viena, cabalga meditabundo y de mala leche, rumbo a la planicie desde la que, según se consignará, saldrá rajando luego de perder todo su ejército.
El Obispo de Ulm, que lo acompañará hasta el campo de batalla para salir del mismo antes que las cosas se pongan espesas de más, le ha asegurado, en un alarde de optimismo digno de un brujo de tribu, que los presagios son buenos y que el Señor Jesucristo, del que Bela recién despaganizado por una cruz y muchas monedas de oro, tiene una vaga idea de quién es y cuántos ejércitos manda, le ha asegurado a él, el Obispo en cuestión, que un buen Rey Cristiano no puede perder una batalla contra el infiel el día de su nacimiento.
Digamos para ser honestos con Bela, que éste no se ha tragado ni la mitad de ese buen presagio y que más bien su alma y su cuerpo tienen más ganas de estar en Buda con sus mujeres -una, la legal, parienta lejana y canija de algún duque de quinta de España; y el resto, las que le gustan, buenas hembras magyares de rotundas tetas que le hacen feliz el día y las noches- ha decidido dar batalla al mogol por aquello de que en la Edad Media y sobre todo en Hungría, un rey que raja antes de pelear es rey muerto y sustituido. Sana costumbre sucesoria que muchos mandatarios de hoy han olvidado y si no, pregúntenle a Jorge Batlle cuando salió rajando ante el plebiscito de Antel porque los mogoles eran una pila y el hombre no era ni húngaro ni tenía muchas mujeres fogosas esperando en Buda para curarle las heridas.
No entraré en detalles militares que salvo mi amigos Ego y Rubén entenderán, pero para ser breve, bajo la nieve y el viento que sopla en el Danubio por esas fechas, mil caballeros y sus escoltas y diez mil soldados y sus putas que los seguían, entran con jolgorio a media tarde todos ellos rebanados y trozados como en un áspic de húngaro, en el paraíso de los guerreros, hecho que tiene poca posibilidad de verificación pero que pese al Obispo de Ulm, no es el lugar a donde uno quisiera ir.
Los mogoles, que por esa época están de elecciones internas, las que se libran entre ellos por medio de la espada y de venenos, no aprovechan la victoria y como son desordenados y relajados como somos los uruguayos, dedican el resto del día a robar el botín que es enorme y a mamarse concienzudamente con buenos vinos magyares que encuentran en las carretas del Rey Bela.
Éste, que ha hecho las cosas todo lo mal que se podían hacer -como estratega era un turro- consigue escapar del campo y refugiarse en una isla del Danubio a la espera de la batalla final, que no habrá de darse ya que los mogoles, borrachos como cubas, han decidido que para el día ya basta y se olvidan de él, de Hungría, del Papa, del Obispo que sigue corriendo rumbo a Viena y se van.
Si hubieran seguido se habrían cargado a Buda y a Pest, a Viena y a París, a Roma y a Madrid, y hoy cabalgaríamos en pequeños caballos de la estepa, hablaríamos dialecto mogol, criaríamos cabras y nos llamaríamos Uli, Kublai y no Juan y Bartolo; pero como era Navidad y el vino abundaba, hoy seguimos siendo cristianos al menos nominalmente.
Bela, que nunca entendió bien qué carajo había pasado, luego de una semana de estar bajo la nieve vuelve a Buda y se encama hasta que le da un infarto con sus húngaras tetudas y es enterrado con la armadura del Emperador y, aún hoy, en una vieja cripta de la Iglesia de San Esteban, su fantasma cada Navidad recorre las calles de Budapest incordiando a los que pasean con la pregunta de qué fue lo que pasó el 24 de diciembre de 1241.
Así pasan sus vidas los reyes, emperadores, papas y presidentes sin saber para qué mierda han llegado ni qué es lo que han hecho en su momento.
Hasta la próxima.
Félix Obes Fleurquin
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