Equinox Fin de Semana

Notas de Felix Obes Fleurquin y del Semanario Equinox Fin de Semana de Uruguay

Saturday, November 24, 2007

La cafetería del fin del mundo




La cafetería del fin del mundo



Ahí nomás, saliendo de Bvar. Artigas, Chaná abajo, caminas casi una cuadra por una calle de barrio en la que no esperas ninguna sorpresa salvo algún bar de esquina aún sobreviviendo la avalancha de autoservicios... y de repente, a mano izquierda, ves las luces rojas de neón.

El nombre del lugar no viene al caso ya que no tomé nota pero no importa, no hay nada más que las letras en neón rojo estilo 1950 en el medio de la vitrina... y olor a café. De golpe me sentí en la calle Colonia cerca de la vieja planta de El Chaná, cerca de lo de mis abuelos y así nomás, como aquel personaje de Proust al mojar una magdalena en el té, una cantidad de años aparecieron repentinamente.

Entré pidiendo permiso a un par de chicos sentados en el rellano, que me miraron con sorpresa y me di cuenta que no se habían movido porque no esperaban que nadie entrara; estaban ahí sentados cumpliendo el ritual de estar abiertos esperando pero como resignados a que no pasara nada. Al entrar en esa tienda, vi un viejo mostrador de madera, una balanza de pesas de esas de los viejos almacenes, estanterías llenas de tarros y cajas de té y café, una máquina moledora de grano de, calculo, más de 100 años y varios viejos dispensadores llenos de granos de café como los que había en el Sorocabana. Una sorpresa detrás de otra.

El olor a café inunda el aire del local sombrío y cálido, así lo describo, madera, bronce, silencio, casi como en un templo. Y le pregunto, casi le disparo al muchacho que me mira con curiosidad a ver si lo que que quiero es saber dónde queda la parada del ómnibus o para dónde queda tal calle, yo de mochila y equipo de gimnasia porque iba de camino al club y me desvié por razones que no me acuerdo, quizás para no hacer la aburrida recta de Bvar. Artigas y hacer turismo casero yendo en zigzag hacia el sur. ¿Cuál es tu mejor café, el más perfumado y más fuerte? Así de una, sin preámbulos.

El flaco me mira y sonríe, acaba de darse cuenta que soy un cliente y que lo estoy reconociendo como especialista, no como un despachador de cosas. Me pregunta si me gusta puro o mezclado, entra en el juego que me agrada porque yo como él nos hemos reconocido como vendedores, como iguales y que no va a vender quizás un kilo de café al mejor precio, sino que se va a lucir, que me va mostrar todo lo que le han enseñado y que probablemnte nunca o pocas veces haya tenido oportunidad de demostrar. Él sabe de café, no es un monigote del Disco ni un patán de almacén que aburrido, despacha salame, él sabe.

Me muestra cada uno de los contenedores y en cada caso me da una explicación. Éste es fuerte pero es el café barato que se vende; éste es de Colombia y éste de Brasil; y éste, si yo fuera usted -y me ustedea porque como yo, al cliente potencial no me le acerco de más- es el que yo llevaría, nuestro Expresso, mezcla que el patron de acá es el que toma.

¡Chan, chan! Y me dejo llevar de la mano por el especialista en café que, además, porque es un vendedor por naturaleza, no me ha ofrecido el más caro -craso error de los chantas y aficionados al mostrador- con lo cual me hubiera hecho dar media vuelta y seguir en mi zigzagueo rumbo al Sur. Niet! Nein! Una venta de manual, el flaco parece discípulo de Peter Drucker, es un profesional.

¡Dale!, le digo, dame medio kilo. Y se dispone a bajarlo a la moledora.

No lo muelas le digo, a mí me gusta comprarlo en grano, molerlo en casa, no con esas maravillas que podrías vender en Mercado Libre por 3000 dólares, sino con un cachivache eléctrico, y filtarlo en el acto.

Le pregunto hace cuánto están acá, que yo vivo en la vuelta y pasé de casualidad.

Mire, el patron heredó esto de su padre; debe hacer como 85 años (sic) que está por acá. Tenía la planta y unos galpones detrás y traía el café de todas partes, ahora viene cada tanto y yo manejo esto, pero sí, calculo como eso; antes había una fábrica que ocupaba casi media cuadra, queda esto. Y pesa el café en la balanza de pesas, una maravilla, un ritual perfecto, que remata como un artesano, llevando la bolsa de celofán -sí, de celofan y no de plástico- a sellar a una maquinita selladora.

Y ahora, viernes de noche, vísperas de mi primer semana en Equinox Rivera, tras nueve años de escribir cada semana de cosas irrelevantes como la política de un país inexistente al sur de la nada; o de inequidades desparramadas por el globo terráqueo; o de conflictos en Darfur o en Fray Bentos, que en realidad me importan un corno y que si me importaran no podría solucionar, he molido ese café mágico en el aparatito que comprara en Buenos Aires en uno de mis primeros viajes de aprendiz de ventas, una reliquia de la era eléctrica, y lo estoy tomando. La verdad, es el mejor café que he tomado en años, casi, casi, casi al nivel del café de Costa Rica que mi prima Ana me regalara, casi, casi, al nivel del café chapín de Carmen de Guatemala que me trajera las pasadas navidades.

Escribo esto pensando que quizás ese lugar no exista cuando mañana pase por ahí a ver su nombre, quizás no haya estado jamás y todo sea una alegoría, un invento de mi imaginación. Puede ser, mañana veré si veo el neón rojo o lo inventé y es como la Tiendita de los Milagros de Stephen King, pero lo que sí hice fue tirar a la basura todo el café en grano comprado en Disco, donde una vendedora que podría vender medias o condones te atiende con la misma gracia de Tabaré en Vietnam soñando con imbecilidades redundantes, y salís con una bolsita de nylon llena de una porquería intragable, que no tiene nada que ver con el Expresso de la Cafetería del Fin del Mundo.

Otra.

Fui a buscar a Maia, mi nieta, para los que aún no lo saben, a su escuelita, a su jardinera, subiendo por Simón Bolívar; llegamos a la heladería La Chicharra, la que estaba frente a Equinox y que hoy es un tugurio y que se ha mudado ahí, a Rivera y Simón Bolívar. Nos comimos, entre los dos, un cucurucho de vainilla, de simple crema de vainilla; en materia de helados no hay algo más básico y elemental que eso y sólo las buenas heladerías artesanales como esa saben hacer. Perfecto.

Y cerramos con esto.

El domingo, en la hora en que estarás leyendo esto en calzones porque no dabas más de ansiedad por saber a quién le metimos palo esta semana, verás que he descubierto que este país es inarreglable y que cada uno debe navegar hacia adentro de su vida, hacia su propio círculo interno y dejar de tomarse en serio esta equivocación imposible, país que no será nada más que un borrador en la libreta de un oportunista, hasta que una generación o dos desaparezcan para siempre y con ellas termine la visión de nación actual, tomando en serio el futuro de nuestros hijos y nietos. El domingo, mientras bajás tu correo y te encontrás con esto que te rompe la paciencia y pensás en pedir la baja, yo me serviré otra deliciosa taza de café antes de salir con Maia a comernos otro helado de vainilla.

Un lector que vio esto antes de la publicación me decía que porqué no había tomado nota del nombre del local, del número de puerta o del teléfono, a lo que respondí que esos datos los memorizan los que responden Martini Pregunta, Rayman o Johnny Mnemónico, esa terrible manía de saber datos inútiles o de una precisión inservible como fechas de batallas, cantidad de pobladores y otras puñeterías que deberá procurarse el que sienta debilidad por ellas.

Hasta la semana que viene.

Félix Obes Fleurquin
felixobes@gmail.com

* Se llama "Los Araucanos"

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