Equinox Fin de Semana

Notas de Felix Obes Fleurquin y del Semanario Equinox Fin de Semana de Uruguay

Saturday, July 17, 2010

Las razones de la victoria de occidente La expedicion de los 10.000 Hanson

I. Las razones de la victoria de occidente

(fragmento)

Y al sonar la trompeta avanzaron todos con las armas por delante. Según avanzaban dando gritos y con paso cada vez más rápido, los soldados, por impulso espontáneo, se pusieron a correr hacia sus tiendas.

Esto llenó de espanto a los bárbaros; la misma reina de Cilicia huyó abandonando la litera, y los vendedores que estaban en el campo huyeron sin cuidarse de sus mercancías. Mientras tanto, los griegos llegaron riéndose a sus tiendas; la reina de Cilicia, al ver el lucimiento y buen orden del ejército, quedó asombrada. Y Ciro se alegró al ver el miedo que infundían los griegos a los bárbaros.

JENOFONTE, Anábasis*

I.2.16-18

Matones ilustrados

Incluso la dificultad de organizar a unos asesinos puede resultar reveladora. En el verano del año 401 a.C., Ciro el Joven contrató a 10.700 hoplitas -soldados griegos de infantería pesada armados con coraza, lanza y escudo- que habrían de ayudado en sus aspiraciones al trono de Persia. Estos soldados eran en su mayoría veteranos curtidos en las batallas de la reciente y prolongada guerra del Peloponeso - veintisiete años de luchas: 431-404 a.C.-, mercenarios reclutados en todos los rincones del mundo de habla griega, muchos de ellos renegados y exiliados. Tanto los que eran casi adolescentes como los que se encontraban en los últimos años de su edad adulta -pero en un estado de salud envidiable- se alistaron por dinero. En el desolado paisaje que había dejado una guerra intestina que estuvo a punto de acabar con el mundo griego, gran número de ellos se encontraban sin trabajo y tan desesperados que andaban a la búsqueda de un lucrativo empleo como asesinos. Sin embargo, entre las tropas de Ciro había también unos pocos y privilegiados estudiantes de filosofía y oratoria dispuestos a marchar sobre Asia codo con codo con los mercenarios desheredados: aristócratas como Jenofonte, discípulo de Sócrates, y Próxenes, general beocio. Había también médicos, oficiales profesionales, futuros colonos y, por supuesto, los ricos amigos griegos del príncipe Ciro.

Tras una triunfal marcha hacia el oriente de más de 2.400 kilómetros en la que consiguieron dispersar a todos sus oponentes, los griegos aplastaron las líneas del ejército real de Persia en la batalla de Cunaxa, al norte de Babilonia. Por destruir un ala entera de las tropas persas pagaron un precio exiguo: un solo hoplita herido por una flecha.

Empero, la victoria de los Diez Mil en el clímax del enfrentamiento por el trono persa se tornó inútil cuando Ciro, su jefe, se lanzó en pos de su hermano, Artajerjes, y tras internarse en las líneas enemigas cayó en manos de la guardia imperial persa.

Enfrentados de repente a las huestes enemigas y a antiguos aliados ahora hostiles, atrapados, a miles de kilómetros de su patria, sin dinero ni guías ni provisiones, sin el apoyo del aspirante a rey, con un número reducido de tropas de caballería y arqueros, los infantes expedicionarios griegos, huérfanos de jefatura, optaron por no rendirse al Imperio persa. En vez de ello se aprestaron a luchar, dispuestos a abrirse el camino de vuelta a Grecia. La brutal marcha que emprendieron hacia el norte a través de Asia y hasta las playas del mar Negro constituye el argumento central de la Anábasis (o Expedición a las tierras altas) de Jenofonte, quien formó parte de la misma y fue uno de los líderes que guiaron a los Diez Mil en su retirada.

Rodeados por miles de enemigos, capturados y decapitados sus generales, forzados a atravesar las belicosas tierras de más de veinte pueblos distintos, azotados por las ventiscas, cruzando pasos de alta montaña y estepas sin agua, víctimas de la congelación, desnutrición y diversas enfermedades, y obligados a combatir contra varias tribus salvajes, los griegos alcanzaron, pese a todo, la seguridad del mar Negro con sus fuerzas casi intactas menos de año y medio después de haber abandonado sus tierras. Además, derrotaron a cuantas tropas hostiles se cruzaron en su camino. Cinco de cada seis sobrevivieron a la expedición, y la mayoría de los que cayeron no lo hicieron en la batalla, sino bajo las nieves de Armenia.

Durante su ordalía, los Diez Mil se quedaron boquiabiertos ante los taocos, cuyas mujeres y niños saltaban desde los riscos de su aldea en suicidios rituales masivos. Los bárbaros mesinecos, un pueblo de piel blanca cuyos miembros mantenían relaciones sexuales en público sin el menor recato, también les causaron asombro. Los cálibes portaban en sus viajes las cabezas de sus adversarios masacrados. Incluso el ejército real de Persia les pareció extraño; su infantería, a la que a veces hostigaban con un látigo sus propios oficiales, huyó ante el empuje inicial de las falanges griegas. Lo que en última instancia sorprende al lector de la Anábasis no es sólo el valor, la destreza y la brutalidad del ejército griego -que al fin y al cabo no tenía más intereses en Asia que matar y hacer dinero-, sino la enorme diferencia cultural entre los Diez Mil y las aguerridas tribus a las que se enfrentaron.

¿En qué otro lugar del Mediterráneo marcharían filósofos y estudiantes junto a rufianes para aplastar las filas enemigas? ¿En qué otro lugar se sentiría cada soldado igual a cualquier otro miembro del ejército, o al menos se vería tan libre como él y tan dueño de su propio destino? ¿Qué otro ejército de la Antigüedad elegía a sus propios mandos? ¿Cómo pudo, en definitiva, un contingente tan pequeño y dirigido por un comité electo abrirse paso hasta su patria a través de varios miles de kilómetros y acosado por miles de enemigos?

En cuanto los Diez Mil, que semejaban tanto una "democracia en lucha" como un ejército de mercenarios, abandonaron el campo de batalla de Cunaxa, los soldados, de manera ya rutinaria, se reunieron en asambleas y votaron las propuestas de sus líderes electos. Cuando arreciaban las crisis, formaban comisiones ad hoc para garantizarse un número suficiente de arqueros, soldados a caballo y enfermeros.

Cuando la naturaleza o el hombre los colocaban ante algún desafío inesperado -ríos infranqueables, escasez de alimentos o enemigos tribales desconocidos-, se reunían en consejos para debatir y discutir nuevas tácticas, fabricar nuevas armas o modificar la organización de las tropas. Los generales electos marchaban junto a sus hombres y luchaban a su lado y daban cuenta de sus gastos al fisco.

Los soldados buscaban el choque cuerpo a cuerpo con el enemigo. Todos aceptaban la necesidad de mantener una disciplina estricta y de combatir hombro con hombro siempre que fuera posible. A pesar de su crítica escasez de tropas a caballo, no sentían otra cosa que desprecio por la caballería del Gran Rey. "Nunca ha muerto nadie en una batalla a causa del mordisco o la coz de un caballo", recordó Jenofonte a sus atribulados soldados de a pie (Anábasis, 3.2.19). Tras alcanzar la costa del mar Negro, los Diez Mil llevaron a cabo investigaciones judiciales y controles de la gestión de sus jefes; los descontentos votaron libremente y se separaron del resto a fin de afrontar el camino de vuelta por sus propios medios. El voto de un humilde pastor arcadio valía tanto como el del aristocrático Jenofonte, discípulo de Sócrates y futuro autor de tratados que versaban tanto sobre filosofía moral como sobre el potencial de renta de la Atenas antigua.

Pensar en un equivalente persa de los Diez Mil es imposible. Imaginemos qué probabilidades tendrían las tropas de elite del rey persa -los Amrtaka, o Inmortales, un cuerpo de infantería pesada que contaba igualmente con 10.000 efectivos- si aisladas y abandonadas en Grecia y superadas en una proporción de diez a uno hubieran tenido que marchar desde el Peloponeso hasta Tesalia derrotando a las falanges superiores en número de todas las ciudades-Estado griegas que fueran atravesando hasta alcanzar la seguridad del Helesponto. La historia nos ofrece un equivalente más trágico y real: el ejército de invasión del general persa Mardonio que, en el año 479 a.C., fue derrotado en la batalla de Platea por los griegos, inferiores en número, y a continuación obligado a emprender una retirada de quinientos kilómetros a través de Tesalia y Tracia. Pese al enorme tamaño de su ejército y a la ausencia de cualquier persecución organizada, pocos persas consiguieron regresar a sus hogares. Evidentemente, no eran los Diez Mil. Su rey los había abandonado hacía mucho tiempo. En efecto, en el otoño anterior, tras la derrota de Salamina, Jerjes había regresado a la seguridad de su corte.

Aunque Jenofonte sugiere en varios pasajes de su obra que la pesada panoplia de bronce, hierro y madera de los Diez Mil no encontró parangón en ningún rincón de Asia, la superioridad tecnológica no es argumento suficiente para explicar la milagrosa hazaña de los griegos.

Tampoco hay pruebas de que éstos fueran "diferentes" por naturaleza a los hombres del rey Artajerjes. La teoría seudocientífica posterior que sostiene que los europeos eran racialmente superiores a los persas no encuentra ejemplos prácticos en ningún griego de la época. Los Diez Mil eran, en efecto, mercenarios veteranos inclinados al pillaje y el robo, pero en modo alguno fueron más salvajes o belicosos que otros invasores o saqueadores de la Antigüedad; tampoco constituían una comunidad más amable o moral que las tribus a las que se enfrentaron en Asia. La religión griega no otorgaba un alto premio por poner la otra mejilla ni predicaba la anormalidad o amoralidad de la guerra. El clima, la geografía y los recursos naturales tampoco nos aclaran gran cosa.

Los hombres de Jenofonte no podían menos que envidiar a los habitantes de Asia Menor, cuyas tierras cultivables y riquezas naturales

contrastaban marcadamente con la pobreza del suelo griego. De hecho, era frecuente advertir a los hombres que los griegos que emigraban hacia el este corrían el riesgo de convertirse en "comedores del letárgico loto", en víctimas de un paisaje natural mucho más rico que el suyo.

Lo que la Anábasis prueba, por el contrario, es que los griegos luchaban de forma muy distinta a la de sus adversarios y que sus singulares características combativas -conciencia de la libertad personal, superior disciplina, armas sin parangón, camaradería igualitaria, iniciativa individual, flexibilidad táctica, adaptación al terreno, preferencia por las batallas de choque con tropas de infantería pesadaconstituían los mortíferos dividendos de la cultura helénica en general.

El peculiar modo de matar de los griegos nacía de un gobierno consensuado, de la igualdad existente entre las clases medias, del control civil de las cuestiones militares, de la libertad y el individualismo, del racionalismo y de una política separada de la religión. La ordalía de los Diez Mil, atrapados y al borde de la extinción, descubrió la conciencia de la polis innata a todos los soldados griegos, que en aquella campaña se dirigieron a sí mismos exactamente igual que como lo hacían como civiles en sus respectivas ciudades-Estado.

De una forma o de otra, a los Diez Mil los seguirían invasores europeos igualmente brutales: Agesilao y sus espartanos, el capitán mercenario Cares, Alejandro Magno, Julio César y los siglos de dominación de las legiones, los cruzados, Hernán Cortés, los navegantes portugueses de los mares asiáticos, los casacas rojas británicos en India y África, y otros cientos de ladrones, bucaneros, colonos, mercenarios, imperialistas y exploradores. La mayor parte de las fuerzas expedicionarias occidentales que se organizaron posteriormente eran inferiores en número y combatían a menudo lejos de su país. Sin embargo, vencieron a enemigos superiores y se valieron en diversos grados de muchos elementos de su cultura, la occidental, para masacrar sin piedad a sus oponentes.

Que durante la larga historia bélica de Europa la principal preocupación militar de cualquier ejército occidental haya sido otro ejército occidental es casi un lugar común. Pocos griegos murieron en la batalla de Maratón (490 a.C.), pero varios miles cayeron en los enfrentamientos que posteriormente tuvieron lugar en Nemea y Coronea (394 a.C.), y es que aquí los griegos luchaban contra los griegos. En las Guerras Médicas (490-479 a.C.) cayó un número de griegos relativamente reducido. En cambio, la guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), un conflicto intestino entre los propios Estados griegos, fue un atroz baño de sangre. El propio Alejandro mató a más europeos en Asia que los cientos de miles de persas que lucharon al mando de Darío III. Las guerras civiles de Roma estuvieron a punto de arruinar la República, algo que a Aníbal le quedó muy lejos. Waterloo, el Somme y la playa de Omaha confirman el holocausto que se produce cuando un occidental ataca a otro occidental.

Esta obra se propone explicar por qué es así, por qué los occidentales han sido tan diestros a la hora de aprovechar los valores de su civilización para matar a otros, a la hora de guerrear de manera brutal sin caer ellos mismos en la batalla. Al hablar del pasado, del presente y del futuro, el relato del dinamismo de los ejércitos en el mundo es en última instancia una investigación de la capacidad militar de Occidente. Es verdad que una generalización tan amplia puede contrariar a muchos estudiosos de la guerra; no me cabe duda de que muchos profesores universitarios tacharán de chovinista, o de algo peor, tal aserción y citarán para refutarla todas sus excepciones, desde el paso de las Termópilas hasta Little Bighorn. Es cierto, además, que el común de los ciudadanos no es consciente de las continuadas y singulares propiedades mortíferas de su cultura en lo relativo a las armas. Y sin embargo, durante los últimos 2.500 años -incluso en la alta Edad Media, mucho antes de la "revolución militar" y no simplemente como resultado del Renacimiento, el descubrimiento de América o la Revolución Industrial-, han existido en Occidente una práctica de la guerra compartida, un fundamento común y un método continuado de combatir, que han hecho de los europeos los soldados más letales de la historia dela civilizacion

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