En la fila para saltar
Una vez que me había casado de nuevo, fui a un casamiento de otro y nos tomamos con Carlitos Corradi hasta el agua de los floreros. Al volver a casa, el auto se equivocó de dirección y me llevó a la de mi anterior mujer, porque aún no habían inventado los GPS ni los pilotos automáticos para mamados. Eso fue poco después que con Daniel Muñoz, en Porto Alegre, otro auto tomara una autopista contramano después de salir de un antro llamado "Recanto da Saudade" o algo así, con una rusa que se llamaba no me acuerdo y otra con Daniel, que no era rusa y que no me acuerdo ni el color. Y dale que el auto alquilado, que no sabía dónde vivíamos, nos mete en un carril donde todos venían al revés, por esa manía de los autos de ir donde uno no quiere. Por eso no tengo auto, dijera aquel que tenía un perro de mierda con rabia. Y me gustan los aviones, trenes, barcos de motor que los de vela me marean desde que los hacía navegar en la fuente de la plaza de Carrasco, porque además no tienen olor a viaje.
Porque el viaje, no eso de turista de los que viajan por folleto o por agencia de viajes, que es como encontrar mujer por agencia de enlaces o por anuncios de periódico, es el tránsito de cualquier punto a otro en el que puedas ir pensando y leyendo y escuchando el ruido que hace el tren sobre las vías, que es el más hermoso sonido; o el zumbido de las turbinas de un avión o el golpeteo de las bielas de un barco, cuanto más mecánico mejor, porque el viaje mecánico, con más sonidos y olores, es más viaje que en esos autos modernos y amariconados que tienen más perillas y tableros de las necesarias para llegar a destino y que, encima, son silenciosos como noche en vela y huelen a casa de citas en lugar de a cuero o, al menos, pantazote de los autos grandes y mecánicos, de los trenes de cercanía o de los paquebotes humeantes de
Porque lo bueno del viaje es el viaje y no el llegar, como lo bueno del sexo es el preámbulo y el acto y no el orgasmo, que es un embole porque ahí o te rajan o tenés que apretar la palanquita de al lado de la cama para que se abra la trampa y sea ella quien se caiga al vacío, como hace el viejo Burns en Los Simpsons con Homero cuando éste lo tiene podrido. Y sí, lo mejor del viaje y valga la redundancia, es el viaje que comienza cuando llegas tarde -siempre tengo pesadillas acerca de que no me cierran las valijas y el avión se va- al aeropuerto, a la estación o al muelle y sentís ese olor a aceite, a motores, a resaca marina, a kerosene de aviación, a metal caliente, que es lo que te lleva luego al perfume máximo que es el de un avión recién limpio y con las cocinas calentando el café que te darán después del despegue, con ese aroma a corredor entre las butacas en las que te vas a pasar muchas horas pensando en todo lo que tenías que pensar y no habías tenido tiempo o tenias a alguien tocándote el hombro con pesada insistencia para llamarte la atención.
Francamente no entiendo, están más allá de mi comprensión, aquellos que temen volar o que lo prefieren hacer en compañías que hablen su idioma. O, peor aún, en las de su país, que eso para mí es como invitar a salir de joda a una tía vieja, porque cuando te vas, tenés que hacerlo en forma radical, en idiomas que sean lo más lejanos posibles al tuyo y en trenes y aviones en los que ni entiendas ni el menú y comas a tientas, como quien toca a una mujer a oscuras para reconocerla. Porque no saber y no entender y querer conocer o atisbar todo lo nuevo, es parte del rito de pasaje que debe tener cada persona de cada tribu y cada cultura para ser cazador, para ser aceptado entre los guerreros de la aldea. Porque al volver a casa, si volvés y no hacés esa casa en cualquier lugar nuevo, tenés que quedar esperando desesperadamente, el próximo vuelo.
Por eso, muchos años antes que un estúpido auto me llevara a la casa de la esposa equivocada, tuve la oportunidad de salir en excursión organizada por los padres, con el grupo de amigos que terminábamos secundaria y me negué y allá salí en lo más exótico que había en esa época, que era Lufthansa, para empezar el viaje por París y exactamente bajarme del metro en Notre Dame y no por Madrid -que es una ciudad que no me gusta por ser una Montevideo más grande con solo los Goya del Prado para pasar medio día y salir de ahí -como hacían todas las excursiones de la época. Y a medida que pasaban los meses y los trenes que tomaba casi al azar -por esas maravillas de un Eurailpass ilimitado- me llevaban cada vez más al Norte y en idiomas en los que no entendía ni cuál era el baño de caballeros, me fui enamorando de los trenes y los ferries que usaba cada día a medida que tiraba la ropa de criollito a la basura -pantalón gris y saco azul- y me disfrazaba con los uniformes de los ejércitos de cada país que atravesaba, condecoraciones incluidas, porque esa ropa era más barata, más abrigada y más colorida que otras y hasta algún distraído me hacía la venia para mi alegría.
No sé cuándo podré de nuevo salir a viajar en esa forma, pero por las dudas, siempre tengo mis viejas botas de paracaidista compradas en una casa de surplus militar en Londres y la mochila siempre a mano, porque quién te dice que cualquier día de estos me encuentre en el pasillo de un Airbus o, mejor, en el de un viejo DC3, esperando la luz verde que me permita saltar para llegar cada vez más al Norte, si el buen viento de cola me es favorable. Imagino, tomándole al pelo a esos que dicen que cuando morís ves un túnel y una luz, que en ese día -que espero demore mucho tiempo- el túnel sea una manga de abordaje y la luz la de la cabina de Primera Clase de Lufthansa, o al menos de Air France; porque de tocarme PLUNA o Iberia, francamente prefiero irme al infierno en un 121.
Hasta la semana que viene.
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